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José Luis Utrera, Juez del Juzgado de Familia n.º 5 de Málaga, reflexiona sobre las ventajas de la nueva legislación en materia de familia y los puntos sobre los que hay que trabajar para evitar daños colaterales a los hijos.
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José Luis Utrera Gutiérrez.
Magistrado-Juez del Juzgado de Familia n.º 5 de Málaga.
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Entre las críticas que la jerarquía católica ha hecho últimamente al Gobierno socialista una de ellas se refería a la aprobación por las Cortes de la Ley 15/2005 conocida mediáticamente como la ley del divorcio exprés. Dicha reforma del Código Civil, entre otros cambios, suprimió el doble proceso separación/divorcio permitiendo acceder directamente al divorcio, eliminó el sistema causal o culpabilístico vigente hasta entonces y estableció como único requisito para la ruptura del matrimonio el transcurso de tres meses desde que su celebración.
Estas modificaciones legales se venían reclamando desde hacía muchos años pues la llamada Ley Ordóñez del año 1981 que reguló el divorcio (por cierto, contra la que también la jerarquía católica desplegó su apocalíptica artillería), había quedado desfasada por una sociedad que iba muy por delante del legislador en el campo de las relaciones familiares y de su ruptura. Tan era así que los jueces tuvimos que “inventar” la denominada “falta de afecto marital”, para evitar precisamente las nefastas consecuencias que para todo el grupo familiar, y especialmente para los hijos menores, generaban unos procesos culpabilísticos cuya dinámica era demoledora y traumática para los litigantes.
Frente al divorcio como “sanción” de determinadas conductas, la sociedad y los profesionales que nos movíamos en el campo de las crisis familiares pedíamos un divorcio que fuese simplemente “remedio” a una situación familiar degradada. Y a ese clamor respondió el denominado divorcio exprés que fue recibido casi unánimemente como una bendición, pues terminaba con una legislación obsoleta socialmente e inaplicada mayoritariamente en los tribunales.
Por tanto, se entienden mal las críticas de la jerarquía católica a unas reformas legales que sólo han propiciado un “mejor” divorcio. Salvo que se hagan, como así parece, con la exclusiva finalidad de defender una concepción sacramental del matrimonio en la que la indisolubilidad es su nota externa más característica. Desde esa óptica “castigar” al que se divorcia y someterle a un largo, farragoso y a veces kafkiano proceso sí es coherente.
Pero eso no es lo que quiere la inmensa mayoría de la sociedad. Hoy el matrimonio no es ya un “estado” en el que se permanece de por vida salvo causa de fuerza mayor, sino una “tránsito” temporal al que le seguirá probablemente un divorcio, quizás luego un nuevo matrimonio o una convivencia como pareja de hecho y a lo mejor otra vez un nuevo divorcio. Que la realidad es así lo demuestra la estadística: en España tres de cada cuatro matrimonios terminan en divorcio; bastantes de esos divorciados/as volverán a contraer nuevo matrimonio; las familias no matrimoniales son ya un 20% del total.
Partiendo de esa realidad social incontestable, es cierto que algunos divorcios generan importantes “daños colaterales” al grupo familiar y especialmente a los hijos. Pero ello no tiene su origen principalmente en la propia ruptura, sino en la forma de llevarla a cabo los adultos. Por eso mejorar la respuesta jurídico-social a las rupturas familiares es algo que ya preocupa en países con mayor tradición divorcista que España y algo sobre lo que es necesario trabajar, si se quieren evitar el coste social y personal de los “malos” divorcios y de paso desmontar el argumento de que el divorcio es perjudicial para la sociedad.
En la consecución de ese objetivo, facilitar el proceso de divorcio aligerando trámites y evitando dinámicas culpabilísticas era el primer paso y ello se consiguió con la Ley 15/2005. Pero eso no es todo, es necesario algo más y ahí sí queda mucho por hacer.
Implantar la mediación familiar como alternativa de mayor calidad a la solución exclusivamente jurídico legal de la ruptura familiar, especializar a los jueces que intervienen en estos conflictos dotando a los juzgados de los necesarios recursos sociales de apoyo, incrementar las perspectivas no jurídicas de este tipo de conflictos, implementar políticas públicas específicas y programas para los menores afectados por un mal divorcio de sus progenitores, sí son propuestas que pueden ayudar a esas familias.
Dificultar las rupturas familiares, además de ir contra la historia, es condenar a un infierno jurídico y personal a muchas familias cuyo único pecado es querer salir de un matrimonio donde generalmente ya no hay amor, en bastantes ocasiones ni respeto y a veces hasta violencia.