Los divorcios más complicados son aquellos en los que los cónyuges tienen bienes, y especialmente cuando tienen muchos bienes.
En cambio, cuando no tienen nada todo es muy sencillo.
Hay que ver la manía que les entra a las parejas, cuando la relación va funcionando, de comprarse una vivienda. Para ello se sacrifican económicamente durante la mejor época de su vida y se olvidan de las cosas que hay que hacer cuando se es joven, pero eso de tener casa propia parece que es muy importante.
Lo curioso es que luego se quedan con la boca abierta cuando ven el programa de españoles por el mundo y envidian a todos esos aventureros que buscan trabajos fuera de nuestro país y van de aquí para allá, aunque no tengan casa propia.
Y es que comprar una vivienda es como una pena de confinamiento. En la mayoría de los casos se les condena a vivir el resto de su vida en ella y en algunos casos a tener que soportar a ese vecino ruidoso que les hará la vida imposible.
Pero llega el divorcio, la libertad y la maravillosa vivienda se convierte en el principal problema, sobre todo cuando queda aún por pagar una parte importante del préstamo hipotecario y el precio del inmueble ha caído.
Uno de los deberes del matrimonio debiera ser abstenerse de comprar una vivienda hasta que se compruebe que la relación funciona perfectamente. Y si funciona perfectamente, para el tiempo que queda para irse a la residencia de mayores, casi mejor no comprar nada. Al final los bienes solo sirven para que los hijos se peleen en el reparto de la herencia.